viernes, 17 de octubre de 2008

Arte en las márgenes: Centro y Periferia-

Ensayo de Juan Carlos Moisés

ARTE EN LAS MÁRGENES: CENTRO Y PERIFERIA

Uno.
Nuestro país, federal al mismo tiempo que decididamente centralista, ofrece mucha tela para cortar cuando se habla de centro y periferia. Como sabemos, el país se hizo mirando a Buenos Aires y se deshizo mirando de soslayo tierra adentro, cuando no dándole la espalda. El tema es viejo como el mundo que es nuestro país, pero no deja de ser actual. Es actual y lo seguirá siendo hasta que no se resuelva la cuestión. Los hechos están a la vista. Ciudades que crecen con lujo y confort, y concentran riqueza, y provincias, unas más que otras, que se empobrecen en muchos sentidos. En lo cultural, una Buenos Aires que tiene una oferta tan variadísima como desmesurada que ningún mortal sería capaz de agotar en mucho tiempo, ni siquiera lo que ofrece en un solo día, y un interior donde, por ejemplo, ya casi no han quedado cines, el arte popular por excelencia. Es probable que estos tópicos sólo despierten el interés de quienes pertenecen a la periferia, como quien se ve en la necesidad de hablar de lo que padece o, para hilar más fino, de aquello que lo constituye.
Ahora bien: ¿De qué hablamos realmente cuando hablamos de centro y periferia?
Si la respuesta tuviera que ver sólo con la geografía, a lo ya dicho podemos agregar que Buenos Aires es a una gran ciudad de provincia (Rosario, Córdoba), lo que una gran ciudad de provincia es a una ciudad de provincia, y una ciudad de provincia es a un pueblo de provincia lo que un pueblo de provincia es a un paraje de nuestro amplio territorio. Pero asimismo, cada centro tiene su propia periferia, porque no hay uno sino varios centros. Deberíamos hablar, entonces, de centros y periferias. De hecho, en una relación desigual, todo centro urbano tiene su propio suburbio. El propio Borges tiene su centro en cuentos como El Aleph, y su periferia en Hombre de la esquina rosada, y ambos, centro y periferia, en El Sur. Son provocaciones literarias, para Borges primero y para nosotros después. La poesía misma, que al decir del poeta italiano Eugenio Montale es la más discreta de las artes , en estos tiempos es la periferia de los otros géneros literarios. De modo que es probable que en el sur del país un poeta se sienta doblemente periférico. En la literatura en general, por no hablar de las artes, encontramos centros de poder, en ocasiones legitimados por el prestigio, genuino o no, que se detenta a través de instituciones, editoriales, publicaciones y eventos varios. Lo mucho contiene a lo poco; lo poco, a la nada. Pero lo mucho a veces es lo poco, y la nada a veces es el todo. La nada, que existe, claro; basta salir al encuentro de ella. Nuestro país está lleno de nadas, en el norte y en el sur. Si fuera a la más común de las acepciones de la nada que nos estamos refiriendo. Porque hay otras nadas que ocupan y llenan el centro de muchas cosas y personas, sin que parezcan cajas chinas como las mencionadas en progresión decreciente. Cajas chinas que no encajan, en todo caso, y que andan por ahí como perro sin dueño.
¿Es posible valorar el centro y la periferia en términos de bueno o malo, de positivo
o negativo, de mejor o peor? La respuesta no es simple. La cantidad de gente no hace a la cosa. En todo caso lo hace la injusticia y el olvido en que viven muchas personas, en La Matanza o en el profundo Chaco. En lo específicamente artístico, hay obras que se hacen en la adversidad. Siempre será más difícil, aunque no imposible, realizar una obra en solitario, en un pueblo perdido, que en una ciudad que ofrece el contacto con los pares, además de contar con librerías, cines, teatros, universidad.
Domingo F. Sarmiento, a mediados del siglo XIX, como todos sabemos, al plantear la disyuntiva entre civilización y barbarie para atacar a Rosas estigmatizó la periferia. La ciudad representaba lo refinado, lo culto. La campaña era lo primitivo, lo salvaje. “Nadie puede escribir en el desierto, dice Sarmiento.” Esta visión hizo mella en su tiempo y dejó su marca. Cuando el gaucho perseguido que era Martín Fierro dice: “El campo es del inorante / el pueblo del hombre estruido” , está deslizando una crítica a ese pensamiento de la época. Posturas como las de Sarmiento no pocas veces se han vuelto a ver en el país, cada una con las características de su tiempo. Pensemos en lo que significó el 17 de octubre de 1945 para ese centro que era Buenos Aires. El aluvión zoológico acudía masivamente a la Plaza de Mayo. Era la periferia que ocupaba el centro. El centro que se resistía a ser ocupado por la periferia. Es lo que pasa en El Matadero, de Esteban Echeverría: el campo entra en la ciudad a través de ese espacio particular donde se faenan las reses que consume la ciudad. En un juego de tensiones sociales por demás interesantes que no nos abandonan, es el país binario que supimos conseguir. En la misma dirección, pero en sentido inverso, tenemos ese eufemismo llamado La Campaña del Desierto. De la mano del general Julio A. Roca la ciudad entró en el desierto para conquistarlo, ocupar sus tierras y someter a los “infieles” que ofrecían resistencia. Pocas veces el centro se ocupó de la periferia, y cuando lo hizo fue casi siempre por las mismas razones, como sucedió con los fusilamientos durante la huelga de los trabajadores rurales en Santa Cruz, en 1921.
Ni el poder equivale automáticamente al centro geográfico, ni la ciudad es el poder por definición. El poder es el centro mismo. En consecuencia, los piqueteros, los docentes, los trabajadores, los pueblos aborígenes, los ambientalistas, etc., donde éstos se encuentren, vendrían a ser en estos días la periferia. Y también mañana, si el tiempo no les diera la razón, y el poder los derechos y las conquistas que reclaman.

Dos.
Nuestra condición de patagónicos nos lleva a hablar de la Patagonia. De la Patagonia como margen, o no tanto, siendo como es centro de muchos relatos y desvelos literarios, fotográficos, cinematográficos, turísticos, ecológicos, industriales, comerciales, historiográficos, arqueológicos, antropológicos, paleontológicos, etc. Vaya paradoja, la Patagonia, que es la tierra olvidada por definición, es una tierra de prestigio en varios aspectos.
La historia, desde la crónica de Pigafetta sobre nuestras costas, que a comienzos del siglo XVI formaba parte de la tripulación de Magallanes en busca del paso que conectara los dos océanos, ha dado que hablar y ha despertado la imaginación de propios y extraños. A lo largo de cinco siglos, cronistas, navegantes, aventureros, conquistadores, colonos, bandoleros, militares, naturalistas y viajeros de todo tipo, han creado una mitología más o menos cristalizada, y no pocas veces deformante, de la Patagonia, que la ha hecho conocida e idealizada en todo el mundo. Muchos escritores la han nombrado en sus obras, han hecho literatura con una materia llamada Patagonia, el lugar del misterio y de la aventura por excelencia. Algunos, como George Musters, porque la conocieron y la recorrieron en condiciones excepcionales. Otros, porque esos escritos despertaron en su imaginación no sólo el deseo de infinito, propio de los espíritus románticos de la época, sino también la existencia de un mundo ajeno a la civilización que la modernidad se empeñaba en clausurar. Cito algunos autores:
Antoine de Saint-Exupéry: (En los años 29 al 31 voló en la Aeroposta Argentina entre Bahía Blanca y Comodoro Rivadavia.) “… afrontó la montaña, esos picos que, en el viento, abandonan sus chales de nieve, ese palidecer de las cosas antes de la tempestad, esos remolinos tan fuertes que, soportados entre dos murallas de rocas, obligan al piloto a una especie de lucha a cuchillo.”
Blaise Cendrars: “Y ya sólo la Patagonia, sólo la Patagonia / conviene a mi inmensa tristeza, la Patagonia, y un viaje a los /mares del sur.”
Fernando Pessoa: “Los vientos de la Patagonia / tatuaron mi imaginación / Con imágenes trágicas y obscenas.”
Herman Melville: “…todas las esperadas maravillas de un millar de visiones y sonidos patagónicos, me ayudaron a inclinarme a mi deseo. (…) estoy atormentado por la perenne comezón de las cosas remotas. Me gusta navegar por mares prohibidos y desembarcar en costas bárbaras.”
Escritores argentinos contemporáneos han escrito en distintos géneros sobre la Patagonia: Mempo Giardinelli (Final de Novela en Patagonia) y Sylvia Iparraguirre (La Tierra del Fuego, El país del viento). Antes, Roberto Arlt (Aguafuertes patagónicas) y Jorge Luis Borges (Fervor de Buenos Aires). Después, Osvaldo Bayer (La Patagonia Rebelde). Recientemente, el narrador platense Leopoldo Brizuela (Inglaterra: una fábula), el poeta y ensayista Jorge Fondebrider (Versiones de la Patagonia); el poeta del noroeste pero radicado en Buenos Aires Carlos Juárez Aldazábal (Nadie enduela su voz como plegaria) y el rosarino Osvaldo Aguirre (La Pandilla Salvaje. Butch Cassidy en la Patagonia), entre muchos, muchos otros. Podemos agregar al chileno Luis Sepúlveda (Patagonia Express), a la antropóloga Ann Chapman (Los selk’nam: la vida de los onas), y al inglés Bruce Chatwin, cuyo libro In Patagonia tiene una prosa tan exquisita como polémico es su contenido travestido de crónica, sobre todo para los patagónicos. Razones hay. Luis Sepúlveda, en Patagonia Express, cita un diálogo que en el Café Zürich de Barcelona mantuvo con Chatwin en el que éste expresa: “No se puede confiar ni en la cuarta parte de lo que dicen los patagones. Son los mentirosos más grandes de la Tierra.”
¿Pero qué significa hoy decir patagones o patagónicos? La diversidad étnica y cultural es inmensa. Ahí están los descendientes de los pueblos originarios como una forma de la resistencia, y los rasgos culturales de galeses, gringos, gallegos, asturianos, vascos, andaluces, catalanes, aragoneses, lituanos, italianos, alemanes, polacos, portugueses, árabes, chilenos, judíos, croatas, holandeses, bolivianos, etc., pero también de catamarqueños, puntanos, cordobeses, jujeños, porteños, y muchos más, y asimismo todos imbricados en el cuerpo social que se entrecruza y multiplica sin pausa.
Se ha escrito y se escribe bastante y variado sobre la Patagonia. Todos son intentos de construir, y acaso de reconstruir, partes del todo, esa imagen imposible que el tiempo, como a todas las cosas, se empeña en borrar. Hay textos de todos los géneros y para todos los gustos, muchos de los cuales refieren los momentos de feliz soledad de los habitantes nativos, previos a la esforzada y forzosa ocupación territorial, y otros dan cuenta de una tierra que por condiciones naturales no por nada durante décadas ha sido la última del país en resistir el poblamiento. Pero como observan Cristian Aliaga y María Eugenia Correas en el prólogo de Patagónicos, narradores del país austral: “En estos tiempos de sofisticación tecnológica, en que la promoción turística y los medios de comunicación descorrieron casi todos los velos, muchas leyendas han perdido su enigma.” Los primeros pueblos de la Patagonia ya han cumplido cien o más años. Los centros urbanos se parecen a los del resto del país o del mundo. Ya no queda lugar al que no llegue la televisión satelital. Internet y la telefonía celular mantienen comunicadas a las personas que habitan los grandes espacios. Por el descalabro climático que se le ha provocado al planeta, ni siquiera los inviernos son todo lo rigurosos que eran hace treinta o cuarenta años. El lugareño enfrenta casi los mismos inconvenientes que cualquier habitante de otras zonas del país. Aquella inaccesible tierra de aventura y desventura, ya que no particularmente de ventura, tan promocionada, puede hoy ser recorrida por potentes y confortables camionetas cuatro por cuatro que irrumpieron como hace poco más de cien años las chatas tiradas por caballos para unir los puntos distantes.
Ante este presente, y con la carga inevitable de aquel exótico como dramático pasado, es necesario preguntarnos si hay una sola Patagonia o si hay varias. Y también si hay una imagen que represente a la Patagonia. Por un lado tenemos la imagen turística, que guarda relación con las atracciones del paisaje, de la flora y de la fauna: la cordillera, los bosques, los lagos y ríos cristalinos, los valles, la costa atlántica, las ballenas, los pingüinos, los lobos marinos, las playas de veraneo, los glaciares, los bosques petrificados, los fósiles de dinosaurios y la consiguiente aparición de esculturas de estos animales, cuyas inmóviles figuras imponentes, con lo que esto significa para el imaginario infantil y no tanto, acaso por efecto secundario de una moda que el cine de parques jurásicos ayudó a instalar, se levantan en varios lugares como atracción para el visitante. Todos son lugares de valor natural y turístico, que nos ha dado la naturaleza y la cultura de la época.
Por otro lado, tenemos la imagen mítica de la nada: las tierras desérticas, la estepa central, el clima hostil, los caminos de tierra, los pueblos fantasmas, la vida solitaria de los trabajadores rurales, los viejos galpones de chapa, las distancias entre una población y otra, las rutas que parecen no tener fin.
En el centro de estas dos imágenes contrastadas, tenemos la economía de las distintas zonas: la ganadería, la pesca, la fruticultura, la minería. Particularmente, el petróleo, que en los últimos años no sólo da trabajo y atrae gente a la región sino también enriquece a las provincias que lo tienen, a la vez que encarece la vida en ellas, y empobrece el suelo y contamina el subsuelo como nunca antes, como lo hace la minería en general con las nuevas técnicas de explotación. Crucemos los dedos para que nunca llegue el día de vernos hablando con nostalgia de las grandes reservas de agua dulce que supo tener la Patagonia, porque para ese entonces la explotación petrolera será un mal recuerdo y las empresas y los gobernantes no estarán para afrontar las responsabilidades, y a nosotros no nos alcanzará el tiempo para arrepentirnos inútilmente de no haber hecho nada para evitarlo.
También para los patagónicos hay muchos motivos y motivaciones para las inquietudes literarias y creativas en general. Temas no faltan. Nuestros textos ciertamente ofrecen una variante a las distintas visiones y a las formas de abordaje que antes y ahora han hecho otros escritores. Esas voces también nos sirven de referencia y en muchos casos nos enriquecen, aun para tomar distancia crítica y marcar posición. Es el caso del libro del poeta Raúl Mansilla, de Neuquén, No era un viajero inglés, que es una suerte de contracara de los libros de viajes tradicionales. Por otra parte, quien vive en la Patagonia no suele escribir un solo libro que la contenga de una vez y para siempre, como ocurre con el cronista o el viajero. Entonces se dedica a las particularidades; la mirada aplicada al detalle, como dice Wallace Stevens, que prefiere antes que la mirada aplicada a la totalidad.
La literatura en la Patagonia es joven, arranca al promediar el siglo XX. Es joven porque asimismo lo es su poblamiento. Pero “nuestra tradición es toda la cultura occidental” , al decir de Borges. Y también lo es la cultura de los distintos pueblos originarios, que ha sido oral y, pese a todo, ha dejado su impronta en usos y costumbres, y es objeto de diversos trabajos de investigación, lo que ha provocado una creciente conciencia de identidad acompañada de reivindicaciones tanto culturales como sociales muy fuertes. De manera incipiente está surgiendo una literatura bilingüe de parte de los hijos de aquellos pueblos. Escriben en castellano y en la lengua de sus ancestros. El poeta Elicura Chiuailaf Nahuelpán, de Temuco, Chile, se ha declarado un oralitor, alguien que escribe sobre las costumbres orales de su pueblo. En Comodoro Rivadavia está la poeta Liliana Ancalao, que con gran resolución manifiesta: ¨La conciencia de ser parte de un pueblo nos hace ser responsables del resguardo de una cultura porque la pérdida de la memoria (…) acecha a los pueblos originarios hoy.”
En el imaginario de un escritor la memoria tiene un valor preciado. Pero la memoria no se presenta irreductible al paso del tiempo que agrega o disgrega lo suyo. Es para tener en cuenta lo que dice Alain Robbe-Grillet: “La memoria pertenece a la imaginación.” Forma parte del proceso imaginativo. Aquellas imágenes retornarán para crear nuevas relaciones que lleven a nuevas imágenes. Aquellas voces, y todas las voces, lo mismo. Por ejemplo, la poesía de Juan Carlos Bustriazo Ortiz, de La Pampa, tiene un claro sustento tradicional, que abreva en expresiones primitivas de la región como en la raíz de nuestra lengua, al mismo tiempo que permite la feliz contaminación de hallazgos expresivos que le confieren al texto un tono vanguardista de increíble belleza.
El encuentro de culturas hace de la Patagonia el territorio de la diversidad. Como ya se dijo, las distintas etnias originarias que sobrevivieron, la inmigración extranjera y la inmigración interna del país, con una población que en los últimos años crece hasta disimular en parte el mito de una tierra despoblada, complejizan cualquier tipo de análisis que intente definir una identidad. Cierto es que puede ser tranquilizador aferrarse a la idea de una identidad que nos defina. Pero la literatura busca significado continuamente. Tzvetan Todorov señaló que “la identidad nacional es una identidad móvil, sólo las naciones muertas han adquirido una identidad inmutable.” Y particularmente agudo fue Witold Gombrowicz: “La idea de realizar la nacionalidad bajo un programa es absurda. (…) ¿Quiéres saber quién eres? No preguntes. Actúa. La acción te definirá y determinará.” De modo que para la literatura de creación confiar en una imagen cristalizada, predigerida de la Patagonia es, de hecho, una limitación. Siempre será posible, y acaso inevitable, escribir con lo que uno es, con la esencia, que no tiene fecha de vencimiento. En un poema de El arte de narrar, Juan José Saer nos revela su conclusión al respecto: “Cada uno crea / de las astillas que recibe / la lengua a su manera / con las reglas de su pasión.” En este contexto, y en todos, ni siquiera es recomendable repetir mecánicamente las formas y fórmulas literarias de uso, aun las más probadas y aceptadas por el canon.
De a poco nos animamos a pensar la Patagonia y nuestra condición en ella. Y porque somos seres de nuestro tiempo lo hacemos tendiendo un arco que va de los aspectos locales a los universales y viceversa. Por lo demás, en la literatura hay lugar para todos y la Patagonia no es una isla. En el número 5 de la revista El Camarote, de Viedma, bajo el certero título “La periferia es nuestro centro” el escritor Raúl Artola alerta sobre los riesgos “de mirar el propio ombligo, so pena de incurrir en provincianismo.” Lo cierto es que en los últimos años ha comenzado a haber cantidad y variedad en la literatura patagónica como grande y variada es la Patagonia. La imagen múltiple que percibimos enriquece nuestras posibilidades de reflexión. Los escritores patagónicos advertimos que todo está por escribirse, como la Patagonia por hacerse. La Patagonia es la hoja en blanco , a la que me he referido en otra oportunidad, donde todo espera ser escrito.
Prueba de ello, además de las abundantes ediciones de libros de autores patagónicos, editados en los últimos años en nuestras provincias y fuera de ellas, son los numerosos ensayos que han sido difundidos por distintos medios. Cito algunos trabajos: El viaje es un objeto o el viaje es la imagen perfecta, de Sergio De Matteo ; ¿Hay una literatura patagónica?, de Ángel Uranga ; Oralitura, una opción por la memoria, de Liliana Ancalao ; La identidad patagónica, de Nelson Echarren ; Fundación y utopía: la palabra poética en la Patagonia de fin de siglo, de Ricardo Costa ; Apuntes de poesía antropológica, de Carlos Juárez Aldazábal. En el mismo sentido, debemos agregar los muchos ensayos y trabajos teóricos que se escriben en la Patagonia chilena, como una posibilidad complementaria de análisis del imaginario de la región. Entre otros autores, Iván Carrasco en Valdivia, Sergio Mansilla en Chiloé, José Mansilla Contreras en Coyhaique.
En La Ciudad Ausente, Ricardo Piglia dice que toda ciudad está cruzada de relatos. En relación con esta idea, la Patagonia es un territorio no sólo cruzado de relatos, de historias, sino también de metáforas. Pienso en metáforas que nos tocan, que nos atraviesan, para instalarse en nuestro imaginario y surgir después con la complejidad de formas y de relaciones conceptuales que tiene la literatura.

Tres.
La Patagonia está en mí antes que yo en ella. Antes, no de tiempo sino de presencia. Si tuviera que decir qué o quién despertó en mí la mirada poética, diría: la infancia. La infancia inmensa que me dio mi pequeño pueblo del sur del Chubut. Ahora ya no interesa donde viva. Puedo irme a vivir a otro lugar del país o del mundo y aquella esencia va a permanecer. Otros, venidos de lugares distintos, han amasado esa esencia con la experiencia patagónica. Pienso en varios escritores, pero también pienso en nuestros abuelos, venidos de otras tierras a probar suerte o porque no tenían alternativa. No es de una sino de varias maneras, y en situaciones diversas, como se manifiesta la pertenencia. Inacayal, un cacique tehuelche que fue tomado cautivo en la cordillera chubutense en los combates finales de la avanzada del ejército de Roca, pasó sus últimos días en el Museo de La Plata, donde vivía inmutable. Ya anciano, una tarde al caer el sol, sostenido por dos de su gente apareció en lo alto de la escalera, se arrancó la ropa de huinca que vestía, y con su torso desnudo saludó al sol, saludó al sur, su tierra, habló una lengua extraña y se desvaneció, para morir horas después.
Para los escritores patagónicos el tema puede ser la Patagonia o no. Es una opción. De una o de otra forma, no va a ser más ni menos que literatura. No pocos narradores, dramaturgos y poetas, han hecho de la tierra y de sus habitantes materia de una literatura de valor testimonial y estético. Acaso sea la poesía, que suele tener registros más amplios, o menos puntuales, con relación al tema, el género que ofrece la posibilidad de escribir sin la carga de que se escribe sobre la Patagonia. Osadamente, también es posible escribir en contra de la idea de escribir sobre la Patagonia. Es posible escribir sin pensar que la Patagonia es el tema. A veces no lo es explícitamente. O también, a veces no se escribe lo que suele esperarse como literatura patagónica. Los registros conversan entre sí, con sus parecidos y sus diferencias. Dice Borges en El escritor argentino y la tradición: “…como si los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo.”
La Patagonia es inmensa y la mesa a la que se sienta la literatura también lo es. En un corpus que se expande a paso firme, la literatura patagónica permite la convivencia de nombres y de estéticas: Asencio Abeijón y Donald Borsella, Elías Chucair y Diego Angelino, Irma Cuña y Niní Bernardello, Gustavo Rodríguez y Alejandro Finzi, Jorge Spíndola y Raúl Artola, Gerardo Burton y Raúl Mansilla, Ariel Williams y Liliana Ancalao, Mochi Leites y Cristian Aliaga, Graciela Cros y Ricardo Costa, Juan Carlos Bustriazo Ortiz y Raúl Ossés, Aldo Novelli y Silvia Iglesias, Andrés Cursaro y Bruno Di Benedetto, Luisa Peluffo y Hugo Covaro, Iris Jiménez y Sergio Pravaz, Eduardo Bonafede y Raúl Rithner. El detalle de autores es precario y no agota la riqueza de nuestra literatura.
Aunque debajo del pulso de un escritor corra el río de la pertenencia, el tema no siempre es un mero trámite. Aún menos lo es el aspecto formal. Más bien son dos peces escurridizos. Wallace Stevens planteaba que cambiar de estilo es cambiar de tema. Y Montale decía: “El tema de mi poesía (y creo que de toda poesía) es la condición humana considerada en sí misma.” Y el poeta inglés Philips Larkin, aunque no descreía del contenido, afirmó: “En cualquier nivel que importe, la forma y el contenido son indivisibles”. Si así fuera, como creo que es, ya no serían dos sino uno solo, acaso con atributos extraordinarios, el pez que el autor debe atrapar en las aguas del texto.
Para quienes nacimos o vivimos en la Patagonia, la vida de todos los días es tan cotidiana como puede serlo para un habitante de Buenos Aires, que repite los ritos y los quehaceres en el barrio, en las calles, en los bares. De hecho, nuestro paisaje, cualquiera que sea, no nos es extraño, como no nos es extraño mirarnos en un espejo y encontrar la cara de todos los días. Sólo el milagro de que ocurre. El viento, la lejanía, la soledad, el silencio, la inmensidad del cielo estrellado de la noche, el hielo y la nieve de los inviernos son partes de la experiencia diaria. Todo es parte de la cotidianeidad. Todo se ilumina de cotidianidad. Hasta la inmensidad. Es lo que percibió Jorge Luis Borges en su poema “Jardín”, fechado en 1922 en los yacimientos de Chubut, que no son otros que Comodoro Rivadavia. Cito parcialmente: “En un declive está el jardín. / Cada arbolito es una selva de hojas. / Lo asedian vanamente / los estériles cerros silenciosos…” Y termina con estos dos versos: “El jardincito es como un día de fiesta / en la pobreza de la tierra.” El diminutivo no sólo denota piedad sino también la importancia de lo pequeño. Dicho de otro modo, es el rasgo de lo particular que se impone sobre lo general. Larkin creía que en la experiencia de las cosas cercanas está el límite y la trascendencia. Es así que lo cotidiano se incorpora a uno como un brazo tiene su mano y una cara tiene su boca. A la corta o a la larga, aunque más a la larga, se termina siendo todo eso. Escribir significa trabajar con una materia que no es externa a nosotros.
Ser o intentar ser un artista en la Patagonia tiene sus paradojas. El año pasado viajé invitado a la Feria del Libro de El Bolsón, Río Negro, para presentar mi último trabajo publicado. El libro consta de tres poemas largos, cada uno dedicado a un árbol frutal distinto. El damasco, El manzano y El ciruelo. Son los tres árboles que hay en el patio del fondo de mi casa de Sarmiento. Unos días antes pensé en lo que iba a decir en la presentación. Cuando estábamos llegando a El Bolsón, después de viajar más de quinientos kilómetros en auto con mi mujer, comenzamos a ver la inmensa cantidad de coníferas que cubren los cerros y la cordillera. Los bosques, de una belleza sobrecogedora, se encendían ante nosotros. ¿De qué modo iba a hablar de un libro dedicado a tres árboles en esa abundancia natural? Era un absurdo, y ese terminó siendo el tema de la presentación, entre la carencia y la abundancia.
No menos paradójico es pensar en la abundancia de soledad y de silencio que hay en las mesetas centrales, en las pampas desérticas, en las costas de resecos acantilados. Suele pensarse que en la periferia no pasa nada, pero eso que pasa, la nada, también es materia expresiva. La nada de nuestros parajes pude verla en la literatura de Samuel Beckett y particularmente en su teatro. Y en un juego de ficción y realidad, el silencio de los trabajadores rurales de la Patagonia, que desde la ruta se los ve recorrer a caballo leguas y leguas de campo cada día, es el silencio de los personajes de Beckett, y también es su nada. Son temas de la tierra y también del hombre, que podemos reconocer en nuestra región o en otra; en otro país, y acaso en el centro de alguna metrópoli superpoblada de estos tiempos.
Juan José Saer, en referencia al Quijote, dice: “La Mancha, en las intenciones de Cervantes, es el lugar más pobre y menos prestigioso que pudo encontrar, en oposición a los lugares legendarios de que provienen los héroes de caballería.” En Cervantes, el margen se vuelve centro. Y la carencia, abundancia expresiva. Macedonio Fernández, después de la muerte de su mujer, se aleja de casi todo, de su familia, de su profesión de abogado, de ese centro que es Buenos Aires, y la periferia de la existencia lo encuentra en pensiones de mala muerte, adonde va de una a otra con sus escritos a cuestas como equipaje.
Recuerdo lo que me dijo Quique Sánchez, un amigo de Comodoro Rivadavia, que fue una especie de maestro en mis primeros años de interés por las artes: “Para escribir no se necesita estar en Buenos Aires. Para hacerlo bien, tampoco.” Al cabo de los años, he aprendido que el margen es el desafío del escritor y es el nervio de lo escrito. La periferia, más que un lugar o un espacio geográfico, es un territorio que pertenece a la persona. A fuerza de trabajar con las palabras, a veces es posible percibir que se llega a un centro posible -aquel de Cervantes-, un centro al que tiende la escritura cuando adquiere sentido. Pero no se tarda en tomar distancia, para volver al margen, al vacío, y empezar de nuevo. Se empieza con la hoja en blanco, y no se puede dejar de pensar que metafóricamente la Patagonia es esa hoja en blanco, ese vacío, o aparente vacío, ese espacio tan viejo y tan nuevo donde todo puede escribirse, donde todo espera ser escrito, porque todo puede volverse a escribir, como el viento que pasa y vuelve a pasar una vez más.
Vivir y escribir en la Patagonia, a priori, no suma ni resta. Lo que importa es cómo se piensa esa materia, cómo entra a formar parte del mecanismo de reflexión. Porque antes que una imagen ya construida, la Patagonia, inmensa, diversa e inapresable como es, es sobre todo una posibilidad de reflexión. Como dice el poeta de Neuquén, Ricardo Costa: “… ese recorrer distancia, ese tiempo que nunca pasa, es un excelente provocador de reflexión”. Por lo tanto, la Patagonia se nos ofrecerá no sólo como relato de la realidad, sino también y fundamentalmente como realidad de la ficción, para decirlo con una idea de Ricardo Piglia, quien lo pone en términos de utopía.
Llega el momento en que la Patagonia ya no se irá más de nosotros, aunque nosotros nos vayamos de ella, si esto ocurriera. Seremos capaces de decir: somos lo que vemos. De modo que con la escritura no sólo revelamos algo de la Patagonia sino que la Patagonia revela algo de nosotros mismos. La Patagonia que fue y la que es, otra y la misma, sigue estando ahí, siempre “bella, áspera, intratable”, pugnando por ser la que será.
No sólo navegantes y viajeros como Cristóbal Colón o Marco Polo, por distintas razones, han salido a la aventura para descubrir el mundo y hacer pie en él. También los escritores han puesto en el mundo a Ulises, al Caballero de la Triste Figura, a Martín Fierro, para conocer y expresar aspectos esenciales de la vida y de la sociedad de su tiempo.
James Joyce, o su Leopoldo Bloom, sale al encuentro de la ciudad, que es el mundo de la modernidad, y la búsqueda lo lleva al centro del lenguaje. Samuel Beckett, en su itinerario de Irlanda a Francia, donde cambia de lengua, no buscaba la periferia de una geografía sino del lenguaje. Ya no hay búsqueda sino en el lenguaje, con el lenguaje. Somos lengua que busca significado. Estamos parados sobre las palabras. Las palabras son nuestro territorio, nuestro centro y nuestra periferia, dos caras de la misma moneda.

Juan Carlos Moisés
Sarmiento, Chubut, mayo/junio de 2007.





El presente trabajo, con una menor extensión, fue presentado en el II Encuentro Nacional de Escritores de la ciudad de La Plata, realizado durante los días 7, 8 y 9 de junio de 2007, bajo el título “Lenguajes posibles en la era multicultural. Literatura, cine, teatro, música.” La mesa en la que fue expuesto, “Diálogo intercultural / El narrador como explorador de la existencia”, estuvo integrada además por la narradora Angélica Gorodischer y la periodista Marta Dillon.


Notas

1 comentario:

Anónimo dijo...

podemos pensar que hay márgenes o centro pero hay que definir primero con respecto de qué. Buenos Aires es periferia aquí en Patagonia, La localidad de Comandante Piedrabuena es marginal respecto de San Julían no?
Me parece más piola pensar y crear desde donde yo estoy, sino estaré sesgada, desde el lugar del sujeto, respecto de...
menos mal que podemos discutir sobre el poder y sus prácticas, hasta hace poco lo único que había era la hegemonía del poder, ahora, el ensayo de maggiore le contesta a moises, y así. Obvio que algunos extrañan esos buenos viejos tiempos donde nadie se paraba de manos a discutir, qué le van a hacer muchachos!!! cambia, todo cambia...
claudia

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Bienvenidos!!!

Este espacio es un homenaje a un Grupo Literario que existiò el la Patagonia y del que tuve el honor de ser una de las fundadoras. Este grupo, ademàs de su labor poètica y una gran militancia en el campo de las letras y la cultura, iniciò una crìtica literaria en la zona.
Me gustarìa compartir con los lectores trabajos de crìtica literaria, textos inèditos, etc... en fin... lo iremos haciendo entre todos. Se aceptan sugerencias
La foto que encabeza la pàgina es del lugar donde vivo: Puerto San Juliàn, en el Vìa Lucis -sobre el Monte Cristo-Patagonia.

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Puerto San Juliàn, Santa Cruz, Argentina
poeta, narradora, crìtica literaria,madre de tres hijos, casada, ama de casa.